El impacto de Gilberto, llamado el huracán del siglo, le recordó a los pioneros de Cancún cuán frágil es la naturaleza humana.
Crédito Fernando Martí / Cronista de la Ciudad
Con vientos sostenidos de 300 kilómetros por hora, el llamado huracán del siglo, Gilberto, impactó Cancún la madrugada del 14 de septiembre de 1988, fracturando los negocios de la zona hotelera, devastando la infraestructura de la ciudad, desapareciendo las kilométricas playas de blanca arena y haciendo añicos la teoría que postulaba que Cancún estaba situado en un paraje exento de huracanes.
Esa cándida suposición tenía un origen supuestamente científico. Relataba en su momento Antonio Enríquez Savignac: “Cuando estábamos haciendo el proyecto, le pedimos al Centro Nacional de Huracanes, en Miami, un estudio sobre el Caribe mexicano. Y nos quedamos asombrados cuando vimos los resultados: en un siglo completo, ninguna trayectoria pasaba por encima de Cancún. La isla parecía inmune a los huracanes. Tan seguros estábamos que lo empezamos a pregonar, se lo decíamos a los agentes de viaje y a los periodistas.”
Ni siquiera la sabiduría de los lugareños los hizo recapacitar: “Recuerdo que un día fui a ver a Ausencio Magaña, el cacique de Isla Mujeres. Hablando del tema le digo: sabe, don Ausencio, según nuestros estudios, los huracanes no pegan en Cancún. Y le enseño gráficas, estadísticas y proyecciones. Me dejó hablar un rato, pero luego me interrumpió: mire, jovencito, esos bichos no tienen timón. Con todo respeto, yo no pensaba así.”
Tal vez compartían la misma certeza la mayoría de los habitantes del Cancún de 1988, pues los preparativos que se hicieron para enfrentar el meteoro fueron mínimos. A pesar de que la primera alerta se dio desde el 10 de septiembre, cuando Gilberto se convirtió en Categoría 1, al sur de Puerto Rico; a pesar de que mantuvo un rumbo inequívoco, sin variar apenas su trayectoria, apuntando siempre a la porción norte de la península; y a pesar de su potencia, pues las bandas exteriores se extendían cientos de kilómetros en las fotografías de satélite, la actitud general fue de despreocupación.
Contaba Gabriel Escalante, en aquel entonces presidente de los hoteleros: “Durante varios días citamos a junta en la Asociación de Hoteles para evaluar el avance del huracán, pero nadie iba. Las alarmas se dieron tardísimo, yo creo que por inexperiencia. Aunque nos iba a hacer daño, tuvimos que evacuar la zona hotelera. Yo tomé esa decisión junto con Pepe González Zapata, el presidente municipal. Pero nadie nos hacía caso, no nos creían, ni los yucatecos nos creían.”
El problema es que no existía en Cancún nada parecido a una cultura de huracanes. El último ciclón catastrófico, el Janet, había arrasado Chetumal en 1955, hacía más de tres décadas. Nadie lo recordaba y, para colmo, los nuevos pobladores de Cancún no venían de Chetumal, sino del resto de la península y del centro del país, donde la palabra ciclón sólo significaba un par de chubascos intensos.
No va a pegar, se ufanaban.
Pero sí pegó. El meteoro no cambió de rumbo y el ojo del huracán se enfiló sobre el naciente polo turístico, de modo que los vientos huracanados azotaron la ciudad en ambas direcciones. Una crónica detallada de esa emergencia inesperada se encuentra en el libro El bicho sin timón, del libro Fantasía de banqueros II, que se puede solicitar sin costo al correo electrónico fantasiadebanqueros@gmail.com.
El impacto, como ya se dijo, fue devastador. Para colmo, el gobierno federal iba de salida: faltaban dos meses y medio para que terminara la administración de Miguel de la Madrid, un presidente que se había mostrado frío y distante tras el terremoto que destruyó la Ciudad de México en 1985. Pero los astros se alinearon para rescatar Cancún: el Presidente reaccionó, el secretario Enríquez Savignac se metió al tema de tiempo completo, el gobernador Miguel Borge fijó su residencia en Cancún, los hoteleros acudieron en tropel a las juntas de la Asociación, y entre todos fijaron un plazo que parecía imposible de cumplir, esto es, lograr que Cancún estuviera listo en tres meses, antes de la temporada de invierno.
Pusieron todo su empeño y lo lograron a medias. En el plazo acordado, fueron reinstalados los servicios, reparados los hoteles y rehabilitado el aeropuerto. Incluso, se contrató el concurso de Miss Universo, para mostrarle al mundo que la isla había recuperado su lozanía. Pero nadie sospechaba que lo peor estaba por venir: derribada por el huracán, la selva tropical se transformó en leña seca y centenares de incendios forestales brotaron en todo el territorio de Quintana Roo.
Concluye el gobernador que enfrentó esta nueva calamidad, Miguel Borge: “Asociamos los huracanes con agua y viento pero, a la larga, su ingrediente más letal puede ser el fuego.”