Protegido por los aluxes, el aeropuerto de Cancún ha crecido hasta convertirse en la segundo terminal del país… y va por más.
Crédito Fernando Martí / Cronista de la Ciudad.
Los ingenieros no comprendían lo que estaba sucediendo. Una serie de incidentes menores retrasaban el avance de la obra: las varillas en las columnas amanecían torcidas, el cemento se humedecía, los candados de las bodegas se trababan, las herramientas desaparecían. Ningún percance grave, pero sí una molestia constante y creciente, que ponía en riesgo concluir la obra en el plazo estipulado.
Son los aluxes, sentenció un trabajador. Están enojados, agregó otro. Las carcajadas de los ingenieros se escucharon en kilómetros a la redonda. Pero los peones de las cuadrillas, todos de origen maya, se mantuvieron en su dicho: los tropiezos eran diabluras de los duendes de la selva, tan esquivos como un fantasma, tan concretos como una superstición, sin duda molestos porque los forasteros invadían sus dominios.
No se trataba, por cierto, de una obra complicada o riesgosa: un sencillo puente de dos carriles sobre la carretera Cancún-Tulum, con cuatro retornos circulares (lo que coloquialmente se conoce como un trébol), construido en terreno plano y estable, para darle mejor conectividad al aeropuerto internacional. Pero los gnomos mayas trastornaban el avance. Hay que hacerles su casa, concluyó el maestro albañil.
Los ingenieros dejaron de reír. Acostumbrados a construir en todos los rincones del país, estaban habituados a las demandas de los peones, casi siempre de motivación religiosa: altares para la Guadalupana, arcos para la procesión, ofrendas para el santo. La casa de los aluxes se salía un tanto de la línea pero, si todo era cuestión de un poco de material y unas horas de faena, sin duda valía la pena levantar la peculiar morada. Y en unos cuantos días, bajo el claro del puente, con acabados de piedra, los aluxes encontraron el tributo de los hombres.
No es necesario decir que los percances cesaron de inmediato y el aeropuerto de Cancún pudo contar, en pocas semanas, con una adecuada vía de acceso. Y tal vez la protección de los duendes se extendió mucho más, pues en las siguientes décadas el tráfico del aeropuerto crecería exponencialmente, hasta convertirlo en la segunda terminal del país, tan solo detrás de la Ciudad de México.
Hoy en día CUN, de acuerdo al código de identificación oficial, suma al año 31 millones de pasajeros (se cuentan a la llegada, y otra vez a la salida), provenientes de más de 100 ciudades diferentes (en cantidad de vuelos directos, supera incluso a la Ciudad de México). Tiene dos pistas paralelas, una de 3 mil 200 metros de longitud, capaz de recibir las mayores aeronaves que surcan los cielos, y es el único en México donde la distancia entre las pistas permite operaciones simultáneas. Cuenta también con cuatro terminales más o menos diferenciadas, que en conjunto suman más de 200 mil metros cuadrados, y en construcción una quinta, que podría ser inaugurada este mismo año. Y puede presumir la torre de control más alta de América Latina (96 metros), desde la cual se dominan las nueve pistas de rodaje, los 39 aeropasillos telescópicos y las 64 posiciones de plataforma (para aviones comerciales, aparte de la aviación privada), todo lo cual se encuentra en ampliación, circunstancia nada extraña, porque el aeropuerto de Cancún ha estado en ampliación todos y cada uno de todos los días de los últimos 19 años.
Todo eso ha sucedido bajo la férrea conducción de un genio de las finanzas, el empresario capitalino Fernando Chico Pardo, cuya gestión se describe en el capítulo Reporte de un feliz aterrizaje, del libro Fantasía de banqueros II, que con gusto le enviaré por correo electrónico si lo solicita al correo fantasiadebanqueros@gmail.com
En medio del debate de moda, la multimillonaria construcción del Tren Maya, la historia de CUN encierra una paradoja: cuando se inició el trazo de la pista en 1973, la Secretaría de Hacienda se opuso ferozmente al gasto, argumentando que era un dispendio construir un aeropuerto en plena selva. Los siguientes 25 años les dieron la razón: el aeropuerto operó con números rojos hasta 1999, cuando el gobierno de Ernesto Zedillo decide privatizarlo, y siguió registrando pérdidas con su primer dueño, la constructora Tribasa, cuyo dueño traficó alegremente con las acciones, hasta que fue acusado por fraude y detenido en 2004.
Entonces la historia da un vuelco: adquiere el paquete Aeropuertos del Sureste, y en los siguientes 15 años el aeropuerto se convierte en el negocio más rentable de Cancún, de Quintana Roo y de todo el Sureste mexicano, con ingresos reportados por 12 mil 500 millones de pesos, y utilidades netas por 5 mil 800 millones (antes de impuestos).
¿Podría suceder lo mismo con el Tren Maya? La respuesta es evidente: no. Los ferrocarriles no son rentables en ninguna parte del mundo, pero la pregunta es otra: ¿no es un tanto miope descartar el proyecto en base a sus actuales posibilidades de tráfico y de carga? ¿No habría que evaluar este disparate en un horizonte de 50 años?