omo en el caso de Quintana Roo, el turismo fue la herramienta que permitió que la Baja Sur se convirtiera en Estado de la República.
Crédito: Fernando Martí / Cronista de la Ciudad
A principios de la década de los 70, los niños que asistían a la escuela primaria aprendían que la República Mexicana estaba constituida por 29 Estados, dos Territorios y un Distrito Federal.
En efecto, dos regiones del país estaban tan poco pobladas y mostraban un desarrollo tan precario, que no podían alcanzar la categoría de estados soberanos: Baja California Sur, en el extremo austral de la península; y Quintana Roo, en el sureste. Por ley constitucional, eran simples territorios, que dependían en lo político y lo administrativo del Presidente de la República.
No parece casualidad que ambas entidades fueran los puntos más alejados de la capital del país (de hecho, Cancún y Cabo San Lucas están separadas por más de seis mil kilómetros de carretera, la mayor distancia que existe entre dos ciudades mexicanas). Eran las menos pobladas: Baja California Sur, penúltimo lugar, con 128 mil habitantes, y Quintana Roo al final, con 88 mil. Y se contaban entre las más pobres: menos del 25 por ciento de las viviendas tenía agua entubada, y menos del 10 por ciento tenía drenaje.
Con esos datos, tampoco fue casual que el Banco de México las eligiera para asentar sus ciudades turísticas. Años más tarde, Enríquez Savignac recordaba: “En las instancias políticas, como Gobernación y la misma Presidencia, había una sorda inquietud por la desolación de esos territorios. Se tomaban muy en serio que México hubiera perdido Belice en el siglo XIX, al tolerar las colonias inglesas. Y consideraban mal presagio que hubiera campamentos de retirados norteamericanos en la Baja. Algún peso tuvo ese nerviosismo en la decisión presidencial.”
La decisión presidencial consistió en dotar a ambas entidades con una herramienta económica que eventualmente les permitiera abandonar su letargo, y en ambos casos la opción elegida fue la construcción de ciudades turísticas. De hecho, a Baja California le fue mejor, pues Fonatur desarrolló los planes maestros para fundar no un centro integralmente planeado (CIPs), sino dos: San José del Cabo, en la punta sur de la península; y Loreto, en la parte media de un portentoso acuario marino, el Mar de Cortés.
Los proyectos se fraguaron en forma simultánea, siguiendo muy de cerca los lineamientos de Cancún. Primero que nada, la introducción de infraestructura básica, que en este caso implicaba la construcción de una carretera peninsular de mil 600 kilómetros de longitud, que uniría la porción sur con las ciudades fronterizas con los Estados Unidos, Ensenada y Tijuana. Nadie supuso que por ahí llegarían los turistas: esa cinta asfáltica era necesaria para garantizar el abasto de los nuevos destinos.
Impulsada por la urgencia presidencial, la carretera se construyó en un tiempo récord: en 1973, el propio Echeverría acudió a la apertura solemne. Eso aceleró los planes de Fonatur, que en 1975 estaba listo para detonar sus proyectos, por cierto muy distintos uno del otro. En el sur, San José del Cabo era una apuesta modesta, que consistía en fortalecer con una zona hotelera una población ya existente. Los planes no consideraban al vecino más próximo, Cabo San Lucas, que contaba con una enorme dársena a medio construir, pero en el camino se vio la conveniencia de unir ambos destinos mediante un corredor terrestre de 40 kilómetros, y aprovechar las agrestes playas que había en el camino.
Mucho más ambicioso era el otro proyecto, Loreto, que contaba con tres elementos: el propio poblado colonial, que algún día fuera capital de las Californias y que contaba con una soberbia misión colonial del siglo XVII; más al sur, la bahía de Nopoló, que albergaría una zona hotelera de dimensiones medias y un campo de golf; y a pocos kilómetros de distancia, el vaso náutico de Puerto Escondido, con capacidad para dar refugio a miles de embarcaciones de recreo.
Una crónica más o menos detallada de la suerte de ambos polos se encuentra en el capítulo La otra península, del libro Fantasía de banqueros II, que se puede solicitar sin costo al correo fantasiadebanqueros@gmail.com, texto que sin duda describe una paradoja. El destino modesto, tras un arranque lento, creció en forma explosiva en la década de los 90s, tras convertirse en el Corredor de los Cabos y alcanzar la máxima densidad hotelera de los destinos de Fonatur. Hoy opera como el centro turístico más caro y exclusivo del país, con niveles de ocupación que se equiparan al Caribe mexicano.
En cambio, Loreto fracasó. Su historia es una sucesión de planes inconclusos, inversionistas abusivos, pleitos legales, crisis inoportunas y reiteradas frustraciones, que lo mantienen desde hace 40 años en la lista de los pendientes del Gobierno federal, un largo fiasco que parece conducir a una conclusión inevitable: en la construcción de centros turísticos, la suerte también cuenta.