Tras el huracán Wilma, reponer la arena del litoral se convirtió en la prioridad de la industria turística.
Crédito Fernando Martí / Cronista de la Ciudad
En el tono ejecutivo que suele utilizar en sus reuniones de consejo, las palabras del empresario Roberto Chapur se oyeron fuera de lugar. Hay que pensar en la próxima temporada, sentenció, porque esta ya se perdió. No tenemos tiempo, advirtió, hay que empezar de inmediato. Y remató: lo importante, señor presidente, son las playas.
Una semana exacta después del embate de Wilma, mientras la ciudad vivía una crisis alimentaria, mientras persistían los episodios de los saqueos y las fogatas, mientras los medios de comunicación se solazaban con la destrucción de la ciudad, Chapur pensaba a futuro y exponía una conclusión de lógica aplastante: no tenía caso atender lo demás antes que las playas, porque sin playas, Cancún no podría sobrevivir.
El destinatario de su discurso, el Presidente Fox, hizo un mohín de asentimiento, pero sin mostrar el menor entusiasmo. Junto a su esposa, la omnipresente señora Martha, el mandatario había volado a Cancún esa mañana, para escuchar las demandas de la sociedad civil. La junta, con un centenar de asistentes, tenía lugar en el único local disponible en la zona hotelera, un salón del hotel Meridien que en forma milagrosa resistió el empuje de los vientos. Ahí, sobre una tablones improvisados como sala de juntas, Fox parecía muy a gusto atendiendo las peticiones de la población: alimentos, equipos médicos, conexiones de agua y luz, operaciones de auxlio a los damnificados.
En ese escenario de emergencia, la petición de Chapur resultaba incómoda, un caso de voracidad empresarial, una propuesta interesada y hasta egoísta. Él mantiene firmes convicciones al respecto: “Teníamos que centrar la atención del gobierno en las playas, eso es de lo que vive Cancún. Ahí se genera todo el ingreso, ahí están los empleos. Con el huracán perdimos una temporada, pero sin playas íbamos a perder la siguiente, y aún peor: sin playas, el daño del huracán iba a ser permanente.”
Chapur estaba machacando sobre un tema que el gobierno de Fox había rehuido en forma sistemática a lo largo de cinco años de gobierno: la recuperación de playas. Justo es decir que la historia empezó mucho antes, cuando en septiembre de 1988 los olas montañosas del huracán Gilberto abrieron grandes huecos en la duna playera, sobre todo en la franja comprendida entre Punta Cancún (el antiguo Camino Real) y el fin de la primera etapa (el antiguo Sheraton, más o menos en el kilómetro 12 del bulevar Kukulcán), donde afloraron las rocas del fondo marino.
Cogidos por sorpresa, a escasos dos meses del fin de sexenio, De la Madrid y su gobierno ni siquiera revisaron el daño. Esa tarea le tocó a la Sectur de Carlos Hank González, que sin mucha investigación propuso una solución de compromiso: intensificar las campañas de promoción, mientras las playas se recuperaban solas. De acuerdo a esa línea de pensamiento, si la Madre Naturaleza había creado las playas, la Madre Naturaleza se encargaría de reponerlas.
Esa fue la postura oficial durante la gestión de Salinas de Gortari, y lo siguió siendo durante las administraciones de Zedillo y de Fox, donde el tema nunca figuró en la lista de prioridades (y a veces, ni siquiera en la de pendientes). Cierto, las playas ya no eran espectaculares, pero seguían siendo funcionales. El ancho de la franja de arena, que en el origen de Cancún se había estimado en 40 metros, con el huracán se había reducido a 20 en algunos tramos, a diez en otros, e incluso a cero en la zona más afectada. Pero también había segmentos que habían escapado ilesos, y la petición de emparejar el litoral, empujada por unos pocos empresarios, no tenía más respuesta que el silencio.
En ese trance hizo su aparición la Madre Naturaleza, mas no en la forma esperada, sino como el huracán más potente de la historia: Wilma. En las 60 horas que duró su tránsito por Cancún, no sólo devastó las playas, sino que convirtió toda la costa en un rosario de muros maltrechos, cimientos expuestos, albercas fracturadas y terrazas caídas. La verdad, era difícil suponer que un paraje así pudiera atraer turistas.
Inició entonces un largo periodo de estira y afloje. Por un lado, los empresarios de Cancún, liderador por el Consejo Coordinador Empresarial, insistiendo en un proyecto de recuperación de playas de 70 metros de ancho, pues calculaban que las corrientes lo reducirían en forma natural a 40. Por el otro, el gobierno federal, sosteniendo que 40 metros era más que suficiente, pero retrasando con mil excusas la entrega de los recursos. Al final, tras cuatro años de toma y daca, se logró diseñar un complicado esquema, mediante el cual el Gobierno Federal ponía una parte, el Estatal otra, y los empresarios el resto, pagando por anticipado el impuesto de zona federal, gracias a un crédito que suscribió el municipio y avaló el Estado. Un enredo financiero, complicado con un tema ambiental, cuyos detalles se encuentran en el capítulo Playas públicas, cotos privados, del libro Fantasía de banqueros II, que se puede solicitar sin costo al correro electrónico fantasíadebanqueros@gmail.com.
Gracias a ese acuerdo, Cancún volvió a tener playas, pero los políticos volvieron a hacer de las suyas: el gobierno de Félix González Canto jamás creó un organismo para darles mantenimiento, a pesar de que se comprometió públicamente a hacerlo. Las playas se han mantenido, pero no existen partidas presupuestasles para cuidarlas, ni funcionarios encargados de tal tarea. En ese contexto, solo basta esperar que la Madre Naturaleza no vuelva a hacer de las suyas.