Junto a la ciudad planeada por Infratur, siempre hubo (y todavía hay) una ciudad que nadie imaginó, que nadie trazó y que nadie quiere ver.
Crédito Fernando Martí / Cronista de la Ciudad
De todos los defectos que se le pueden achacar al Plan Maestro de Cancún, sin duda el que provocó más conflictos y más dolores de cabeza fue el olvido de que la mayor parte de los futuros habitantes de la ciudad serían obreros de la construcción y sus familias, o sea, albañiles, peones y similares, que por definición ocupan uno de los peldaños más bajos de la escala económica.
El proyecto de Banco de México apartó, de manera más teórica que práctica, una serie de espacios urbanos aledaños a la carretera a Mérida (la actual avenida López Portillo), para convertirlos en zonas habitacionales de los trabajadores, fijando precios muy accesibles para la adquisición de los predios, incluso por debajo de su costo, y créditos a largo plazo para liquidarlos. Pero el banco, al fin y al cabo banco, impuso una norma burocrática que resultó insuperable: los compradores debían demostrar sus ingresos para convertirse en sujetos de crédito.
Eso no era posible en el Cancún original. Las empresas constructoras, que eran los únicos patrones en ese entonces, pagan ahora y siempre han pagado por semana y en efectivo, en base a listas de raya que consideran empleados eventuales a los obreros. Y lo mismo sucedía con los choferes de los volquetes, los contratistas de acabados (carpinteros, plomeros, herreros), los conductores de taxi, los vendedores ambulantes, y en una etapa posterior, las camaristas y los meseros, cuyos ingresos dependían en buena parte de las propinas.
En consecuencia, no había compradores para los terrenos urbanizados de Infratur, pero sí había la necesidad de vivir en cualquier parte, y esa parte cualquiera resultaron ser los terrenos ejidales que se ubicaban del otro lado de la carretera, justo enfrente de los límites del Plan Maestro.
En ese proceso, también jugaba en contra de los planes oficiales la mentalidad de los campesinos mayas, quienes constituían la mayor parte de la masa trabajadora y quienes, desde tiempo ancestrales, consideraban la tierra propiedad comunal. Durante generaciones, habían construido sus casas donde les venía en gana, con suficiente espacio para sembrar sus huertos y dejar vagar a sus gallinas. Y ahora resultaba que tenían que vivir en terrenos confinados, sin huertos y sin gallinas, y para colmo, tenían que pagar por ello.
Cancún tiene fama de ser una de las ciudades mejor planeadas del país. Sin duda lo fue la ciudad formal, porque el Plan Maestro consideró hasta los más mínimos detalles, como la altura máxima de casas y edificios, o el trazo de calles y avenidas que se construirían décadas después. Pero esa fama tiene que contrastarse con un dato increíble: desde el origen y hasta el día de hoy, siempre ha vivido más gente en los asentamientos espontáneos que en la ciudad planeada por el gobierno.
Las fotos aéreas de los 70s ya muestran esa irregularidad, que ha persistido a pesar de las numerosas iniciativas para revertirla, como los Nuevos Horizontes de Pedro Joaquín Coldwell, la Franja Ejidal de Mario Villanueva, los fraccionamientos concesionados de Miguel Borge, las viviendas gallinero del Presidente Fox y otros más.
Ese proceso se describe con algún detalle en el capítulo Precaristas y colonos, del libro Fantasía de Banqueros II (que en versión PDF se puede solicitar sin costo al correo fantasiadebamqueros@gmail.com), pero la conclusión no es optimista, porque los últimos gobiernos municipales han enfrentado el problema con la técnica del avestruz: si no se ve, no existe.
De modo que la ciudad espontánea sigue creciendo, ahora con un increíble trafique de franjas irregulares del ejido Alfredo Bonfil, que en efecto no se ve, pero que tarde o temprano nos pasará factura.